jueves, 2 de octubre de 2014

Берген Кремер o la noche imperfecta


Rostov del Don, gran ciudad industrial, se ha llenado durante los últimos meses de imágenes inquietantes. Por sus carreteras han transitado columnas de tanques rusos en dirección a la cercana frontera con Ucrania y sus barrios han acogido a miles de refugiados que huyen de sus ciudades destruidas. El destino de estas personas se me antoja paralelo al del agua, pues la ucraniana vega de Donetsk y Lugansk, urbes en guerra, conforma un abundante alimento fluvial para el río Don, que a su paso por Rostov presagia ya un gigantesco estuario.

Como poseídos por el gris desencanto de los paisajes industriales, los rostovitas Vlad e Ira Parshin emprenden en 2012 una aventura musical que, sin haber lanzado por el momento un solo álbum, ha logrado cautivar a un nada desdeñable número de seguidores a nivel internacional. Hay que aclarar que la apuesta, de marcada estética underground, no comienza desde cero, ya que la pareja goza de buena salud musical como parte de la banda indie Motorama.

Bajo reiterativo de aroma punk, denso amasijo de pequeños sintetizadores, caja de ritmos y una voz cavernosa son los ingredientes esenciales de Bergen Kremer, un proyecto profundamente marcado por la huella de los británicos Joy Division, eso sí, sin guitarras de por medio, de manera que todo aquel que haya disfrutado de la banda de Ian Curtis, de los primeros pasos de New Order o de la vertiente más minimalista del denominado pop sintético, sabrá disfrutar seguramente de esta peculiar propuesta cuyas letras en ruso contrastan con fuerza en el paisaje sonoro. Posiblemente, los entendidos se sientan transportados a ciudades industriales muy distintas; Manchester, Sheffield, Liverpool… tan lejanas en la geografía –y también en el tiempo– del antiguo enclave cosaco de Rostov. No obstante, la melancolía de algunas de las piezas del matrimonio Parshin es difícil de encontrar en la ya de por sí cenicienta música de la generación after punk. Y tal vez este sentimiento no sea un rasgo aislado. Si echamos un vistazo al folclore de la Rusia europea y sus países limítrofes, comprobamos cómo toda la música está impregnada de un característico sentimiento trágico, hábilmente adaptado por compositores románticos y post-románticos –Tchaikovsky, Rachmaninov…– y presente en algunos artistas de pop reciente –pensamos sobre todo en la ucraniana Anastasia Prikhodko. Quizás sea esta tristeza ancestral la que, combinada con el punk y los medios electrónicos, logre que temas tan diáfanos como «Знак Луны» o «Гроза» suenen poderosos, no en el sentido de masa orquestal sino en cuanto a las densas emociones que son capaces de transmitir. Aparte de las recién citadas piezas, que bien podrían situarse entre las mejores del dúo, encontramos otras con un carácter algo distinto; salpicadas de un esperanzador orientalismo, «Вода Окраин», «Болит Голова» o «77» contienen una luminosidad paradójicamente integrada en la siempre presente melancolía. Su espíritu parece heredado de otra parte, enormemente lejana a las industrias occidentales. En un tercer grupo podríamos enmarcar las aportaciones más recientes de la pareja, que denotan una vertiginosa evolución hacia un sonido cada vez más minimalista.

Cabe preguntarse si en algún momento aparecerá un álbum de Bergen Kremer o continuarán surgiendo periódicamente estos sencillos, acompañados siempre por el retrato, en calidad indiscutiblemente analógica, de un pedacito de la ciudad de Rostov. Estas descuidadas instantáneas nocturnas, que nos muestran el rincón de un vertedero, una ajada terraza o un aparcamiento nevado, constituyen el complemento idóneo para la imaginería asolada, desencantada, del dúo. De la misma manera que el flash quema y distorsiona regiones de la imagen, las canciones se encuentran marcadas por esa búsqueda del «defecto sonoro» tan fundamental en gran parte de la música que actualmente se factura con medios electrónicos. La interesante paradoja de tales apuestas es que lo que originalmente se concebía como un error digno de ser evitado, ahora se utiliza como un recurso expresivo. Y es que a la sensibilidad colectiva cada vez le resulta más fácil, después de todo un siglo de vanguardias y revoluciones estéticas, encontrar belleza en lo áspero, en lo desproporcionado; muchas veces de manera involuntaria, heredada, pero intencionada en otros tantos casos donde el autor busca rechazar los cánones transmitidos –tal vez impuestos– por academias e industria.

La pareja de Rostov, a quienes pese a sus influencias sería injusto recriminar un mal anclaje en el pasado, nos brinda pasajes con compresiones abruptas, reverberaciones densas que difuminan las voces, panoramas desequilibrados… Todo un mundo de expresionismo que, indirectamente, tiene que ver con tendencias actuales –y no tan actuales– como las practicadas por la corriente electroclash, los artistas agrupados bajo las obtusas siglas IDM (Intelligent Dance Music) o aquéllos que encuentran la belleza en los glitches, en el error digital. Cada cual trabaja las asperezas a su manera, centrándose en determinados tipos de imperfecciones según los estilos que frecuente. Incluso una gran mayoría de tendencias destinadas a las pistas de baile tiene institucionalizada una serie de «defectos» a los que recurrir de manera prácticamente ineludible, pues, sin ellos, algunos de los más exitosos temas dance no contarían con la misma profundidad y eficacia.
 Antes de despedirnos del  interesante proyecto musical que nos ocupa y prometer seguir atentos a sus regulares aportaciones, no debemos dejar de observar que la mayoría de referencias musicales que hemos aportado para hablar de un conjunto ruso proceden de Europa occidental. No hemos tenido en cuenta posibles influencias ubicadas dentro de su ámbito geográfico, aun a sabiendas de que, con la perestroika, surgió en la URSS y en la posterior Federación Rusa una ola tardía de pop sintético. En ella encontramos desde propuestas de escasos medios y repercusión hasta proyectos exitosos como Forum o Tehnologya, de marcada inspiración –a veces imitación– sajona. Tampoco hemos barajado la posibilidad de que, en algún momento, surja una nueva generación de músicos de distintas nacionalidades eslavas que, para más inri, sea la encargada de marcar tendencia en el mundo atlántico. Sería regocijante que, en contra de las últimas medidas de Putin para cortar las alas a Internet y restringir la presencia extranjera en los medios de comunicación rusos, surgieran movimientos artísticos encargados de traspasar, ahora que aún estamos a tiempo, ese telón de acero que con dudosa discreción parece reconstruirse. ¿Quién nos dice que Bergen Kremer, a quienes hemos relacionado estrechamente con nombres en lengua inglesa, no son parte activa de un movimiento de renovación no occidental de la música popular? Las aguas fronterizas concurren en Rostov del Don de camino a los mares del sur de Europa.