El pueblo lapón, también conocido como sami, vive repartido a lo largo de cuatro estados en la cumbre septentrional de Escandinavia. Mientras que la rusa península de Kola, Finlandia y Suecia albergan apenas a unos miles, Noruega cuenta con el mayor número de personas de esta etnia, que aún así no alcanzan el cuarto de millón de individuos según cuentan estimaciones demográficas un tanto dubitativas.
Alrededor de treinta años antes de los últimos censos y a menos de cuatrocientos kilómetros del límite sur de la Laponia noruega, un alemán llamado Manfred Eicher trabaja en su Talent Studio de Oslo produciendo a artistas mayormente norteamericanos, pero también de otras muchas y variopintas nacionalidades. Por aquel entonces, a principios de los años ochenta, el productor germano ya llevaba una década al frente de su sello ECM, levantando piedras de diversos tamaños y colores en busca de sonidos inusuales, extraños, difíciles de etiquetar y, a ser posible, fruto de manos bien dotadas técnicamente. Una circunstancia que varios de estos artistas compartían –y continúan compartiendo– es su procedencia del mundo del jazz y su actitud distante o incluso rompedora con respecto a determinados moldes del mismo. Y es que realmente aquí, en la nórdica casa de Eicher, tenían la libertad de hacer lo que les viniera en gana, eso sí, siempre con esmero y calidad. El caso del saxofonista noruego Jan Garbarek no es diferente en este sentido al de sus compañeros de discográfica, entre los cuales figuraron nombres tan relevantes como Keith Jarrett, Ornette Coleman o Pat Metheny. Influenciado en un principio por la corriente «Free Jazz» y siendo John Coltrane un importante referente en su música, Garbarek acabará por desvincularse de la etiqueta en la medida de lo posible. En una entrevista muy posterior, el artista se reafirma en sus principios creativos arguyendo que clasificarle a él como músico de jazz «sólo por tocar el saxo» es como decir que «Norah Jones hace jazz sólo porque toca el piano». Lo cierto es que, si hacemos una escucha desnuda de ambos y tan opuestos ejemplos no podemos sino darle la razón al noruego.
Fotografías de Frank Albiez en el libreto interior
de «Eventyr».
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En el arranque del disco, la estática «Soria Maria» nos pone sobre aviso de las frías estepas que recorrerá el trabajo. Vertebra el tema un único acorde mantenido de lo que posiblemente sea un sintetizador, siendo inevitable la conexión con la primera etapa conocida de la música medieval, anterior al descubrimiento de la polifonía, en la que todo aquello que sucedía en las piezas estaba condicionado por una sola y prolongada nota. Las reminiscencias de etapas primitivas de la música aparecen por todas partes en «Eventyr», a menudo materializadas por la original percusión de Vasconcelos, quien no duda en instrumentalizar su propia voz para lograr ese aire chamánico que sopla por muchos de los cortes.
Frank Albiez. Reforzando la atmósfera desolada
de la música.
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Aunque no siempre vamos a encontrar melodías claramente definidas, percibimos que el saxo de Garbarek es el gran portador del peso melódico. Buena parte de su trabajo en este álbum se basa en la recuperación de tonadas tradicionales acondicionadas para empastar en el paisaje lunar sugerido en los surcos. Si escuchamos con atención, ni siquiera se hace necesario mirar los créditos del disco para averiguar en qué lugares se ha insertado una melodía de procedencia folclórica. Algo curioso de estas especificaciones es que, en muchos casos, consta el nombre de la persona a la que se ha oído tocar el original. Fascinado siempre por esta búsqueda de lo antiguo, Garbarek incluirá más tonadas anónimas en futuros trabajos personales, adaptándolas a su peculiar forma de moldear el saxo. A la hora de introducir el estilo interpretativo del noruego, habría que advertir que su sonido ha generado tantos admiradores como profundos detractores. Son sus favoritas las modalidades soprano y alto del instrumento, a las que gusta de extraer un timbre crispado y retorcido, con frecuencia situado en un intimidante primer plano sonoro. Mención aparte merece su uso de flautas tradicionales en «Snipp, Snapp, Snute» y la segunda mitad de «Eventyr», el alienante tema que da nombre al disco. Es en este segundo caso donde llama la atención cómo los tres músicos participantes parecen evocar cantos de aves con sus instrumentos.
En general, el álbum «Eventyr» produce un cierto efecto de extrañamiento, evocador de fríos desiertos, paradójicamente primitivo y contemporáneo. Si bien hay que reconocer que no es nada sencillo de escuchar, su actitud atrevida merecería ocupar un lugar más vistoso en la trayectoria de los grandes músicos que en él participan.
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