viernes, 26 de diciembre de 2014

Carter Burwell: componer para los hermanos Coen


Que el público habitual de la saga «Crepúsculo» haya reparado en su banda sonora y aun en el nombre del compositor es algo que se me antoja improbable. Y todavía más improbable es que lo hicieran los seguidores de «Clash!», uno de tantos concursos al estilo «Ruleta de la fortuna» que se emitían en EE.UU. a principios de los noventa. Al fin y al cabo, ¿quién se molesta en leer los volátiles créditos de un programa de televisión? El que escribe estas líneas sí lo hace de vez en cuando… Menudo enfermo.

Además de ganarse el pan con proyectos como los anteriormente citados, el compositor Carter Burwell ha utilizado su ingenio para musicalizar una de las trayectorias fílmicas más personales y a la vez exitosas –curioso fenómeno– del panorama norteamericano reciente. Me refiero a la obra (casi) íntegra de Ethan y Joel Coen, unos hermanos de cine, valga la redundancia, que no deberían necesitar presentación, pues es demasiado fácil toparse con títulos como «No es país para viejos», «Quemar después de leer» o «Fargo».

Co-guionistas y co-directores, el eje creativo de los filmes de los Coen se fragua siempre entre dos y juega con abundantes dicotomías… comicidad y tragedia, calma y violencia, profunda ingenuidad y ácido sarcasmo… Todo un universo de paradojas al que la música del autor neoyorquino se adapta con gran flexibilidad, desarrollándose entre el silencio y la estridencia, la ausencia total y la presencia intimidante, el optimismo y el tremendismo. Lo común es que las partituras de Burwell para los hermanos pasen desapercibidas hasta que, de repente, uno se topa con melodías como las de «Fargo» o «Muerte entre las flores» y ya no puede despegarse de ellas.

Los melómanos que hurguen en las ediciones discográficas de las bandas sonoras encontrarán, además, un universo mucho más peculiar de lo que el montaje cinematográfico deja entrever. Piezas en miniatura que no llegan al minuto de duración, reiteración compulsiva de ciertos leitmotivs –aún más de lo habitual en Hollywood–, álbumes que contendrían menos de veinte minutos de música si no fuera porque se completan con canciones adicionales que suenan dentro y fuera de plano. En muchos casos, la aportación del compositor es realmente breve e imperceptible, y, sin embargo, siempre está ahí, cumpliendo una función discreta pero esencial dentro del filme.

A pesar de lo dicho, todo resumen de los rasgos generales de la música de Burwell para los Coen resulta escueto e impreciso, ya que cada película y, por ende, cada banda sonora, constituyen mundos radicalmente distintos. Es por eso por lo que querría citar algunos títulos –no todos porque es imposible– para ver si, con un poco de suerte, logro estimular cierta curiosidad en el lector.

Muerte entre las flores (1990). Tercera película de los Coen y la primera donde el compositor, con un presupuesto más holgado que en anteriores trabajos, puede permitirse disponer de una orquesta en lugar de sintetizadores y músicos ocasionales. La melodía principal, luminosa y solemne, contrasta fuertemente con la trama de gangsters ambientada en 1929. Por supuesto, no faltan los momentos de tensión necesarios para ambientar esta clase de relatos, algunos de ellos próximos, incluso, a la música para cine de terror. Todo ello concentrado en menos de dieciocho minutos de música.


Barton Fink (1991). Una partitura leve e intimista. Continuamente, las notas largas y los vacíos se ordenan para que en ellos adivinemos el tema principal del mismo modo que tendemos a discernir un triángulo completo allí donde hay uno truncado. Con esta levedad se identifica al señor Fink, un dramaturgo judío que, tras cosechar cierta reputación en Broadway, se ve atrapado en el degradante anonimato que afrontaban los guionistas de cine en el Hollywood de los años treinta. Una música frágil para un personaje abocado a la deshumanización.

Fargo (1995). Uno de los filmes más recordados de los Coen y una de sus bandas sonoras más características, cuyo tema principal contiene esas resonancias de música antigua o, tal vez, gaélica. Dos melodías –la segunda más sencilla e inquietante– se repiten con la habitual obsesión en este retrato, tan ácido como amargo, de la América profunda, donde casi todo lo que vemos es blanco o pálido.





El gran Lebowsky (1998). Como es habitual en las comedias de los hermanos, la banda sonora se nutre de numerosas canciones escogidas para acompañar, en este caso, los disparates de ese antihéroe carismático conocido como el «Nota». Encontramos en esta producción otro ejemplo de labor mínima por parte de Burwell, quien compone con medios electrónicos una única pieza llamada «Tecnopop», en homenaje al característico estilo de los ochenta y a propósito de cierto personaje secundario. Algunas ediciones contienen un segundo y jazzístico tema original de sórdido título («Dick on a Case»).




No es país para viejos (2007). Si en «Barton Fink» la música parecía leve mas siempre presente, la banda sonora de esta sangrienta road movie parece compuesta para pasar absolutamente desapercibida. Su remoto escondrijo se encuentra bajo los expresivos efectos de sonido; los motores de los coches, los pasos, un disparo… Si prestamos atención, no oiremos mucho más de un par de notas prolongadas tocadas con un sintetizador de tímbrica etérea. El único tema musical propiamente dicho lo encontramos en los créditos finales, en forma de una magnífica pieza hipnótica, de sabor chamánico, construida a base de percusión, teclados y una gruesa guitarra acústica con las cuerdas de acero.

Valor de ley (2010). No era la primera vez que los Coen realizaban un remake, pero sí la primera que nos sorprendían con un western en el sentido clásico del género. De manera muy acertada, Burwell busca la inspiración en el folclore primitivo de Norteamérica, un (nuevo) mundo donde las raíces gaélicas y los espirituales negros forman parte de un revoltijo ancestral. No en vano, la partitura toma prestadas diversas melodías e himnos country que encajan a la perfección en una obra salpicada de optimismo y de no poca nostalgia.


A veces, el nombre de ciertos compositores puede sorprendernos desde el más recóndito de los créditos de un programa televisivo. Yo me lo tomo como un aviso; una voz de la conciencia que manifiesta la necesidad de cambiar «La ruleta de la fortuna» por un atracón de buen cine.


jueves, 2 de octubre de 2014

Берген Кремер o la noche imperfecta


Rostov del Don, gran ciudad industrial, se ha llenado durante los últimos meses de imágenes inquietantes. Por sus carreteras han transitado columnas de tanques rusos en dirección a la cercana frontera con Ucrania y sus barrios han acogido a miles de refugiados que huyen de sus ciudades destruidas. El destino de estas personas se me antoja paralelo al del agua, pues la ucraniana vega de Donetsk y Lugansk, urbes en guerra, conforma un abundante alimento fluvial para el río Don, que a su paso por Rostov presagia ya un gigantesco estuario.

Como poseídos por el gris desencanto de los paisajes industriales, los rostovitas Vlad e Ira Parshin emprenden en 2012 una aventura musical que, sin haber lanzado por el momento un solo álbum, ha logrado cautivar a un nada desdeñable número de seguidores a nivel internacional. Hay que aclarar que la apuesta, de marcada estética underground, no comienza desde cero, ya que la pareja goza de buena salud musical como parte de la banda indie Motorama.

Bajo reiterativo de aroma punk, denso amasijo de pequeños sintetizadores, caja de ritmos y una voz cavernosa son los ingredientes esenciales de Bergen Kremer, un proyecto profundamente marcado por la huella de los británicos Joy Division, eso sí, sin guitarras de por medio, de manera que todo aquel que haya disfrutado de la banda de Ian Curtis, de los primeros pasos de New Order o de la vertiente más minimalista del denominado pop sintético, sabrá disfrutar seguramente de esta peculiar propuesta cuyas letras en ruso contrastan con fuerza en el paisaje sonoro. Posiblemente, los entendidos se sientan transportados a ciudades industriales muy distintas; Manchester, Sheffield, Liverpool… tan lejanas en la geografía –y también en el tiempo– del antiguo enclave cosaco de Rostov. No obstante, la melancolía de algunas de las piezas del matrimonio Parshin es difícil de encontrar en la ya de por sí cenicienta música de la generación after punk. Y tal vez este sentimiento no sea un rasgo aislado. Si echamos un vistazo al folclore de la Rusia europea y sus países limítrofes, comprobamos cómo toda la música está impregnada de un característico sentimiento trágico, hábilmente adaptado por compositores románticos y post-románticos –Tchaikovsky, Rachmaninov…– y presente en algunos artistas de pop reciente –pensamos sobre todo en la ucraniana Anastasia Prikhodko. Quizás sea esta tristeza ancestral la que, combinada con el punk y los medios electrónicos, logre que temas tan diáfanos como «Знак Луны» o «Гроза» suenen poderosos, no en el sentido de masa orquestal sino en cuanto a las densas emociones que son capaces de transmitir. Aparte de las recién citadas piezas, que bien podrían situarse entre las mejores del dúo, encontramos otras con un carácter algo distinto; salpicadas de un esperanzador orientalismo, «Вода Окраин», «Болит Голова» o «77» contienen una luminosidad paradójicamente integrada en la siempre presente melancolía. Su espíritu parece heredado de otra parte, enormemente lejana a las industrias occidentales. En un tercer grupo podríamos enmarcar las aportaciones más recientes de la pareja, que denotan una vertiginosa evolución hacia un sonido cada vez más minimalista.

Cabe preguntarse si en algún momento aparecerá un álbum de Bergen Kremer o continuarán surgiendo periódicamente estos sencillos, acompañados siempre por el retrato, en calidad indiscutiblemente analógica, de un pedacito de la ciudad de Rostov. Estas descuidadas instantáneas nocturnas, que nos muestran el rincón de un vertedero, una ajada terraza o un aparcamiento nevado, constituyen el complemento idóneo para la imaginería asolada, desencantada, del dúo. De la misma manera que el flash quema y distorsiona regiones de la imagen, las canciones se encuentran marcadas por esa búsqueda del «defecto sonoro» tan fundamental en gran parte de la música que actualmente se factura con medios electrónicos. La interesante paradoja de tales apuestas es que lo que originalmente se concebía como un error digno de ser evitado, ahora se utiliza como un recurso expresivo. Y es que a la sensibilidad colectiva cada vez le resulta más fácil, después de todo un siglo de vanguardias y revoluciones estéticas, encontrar belleza en lo áspero, en lo desproporcionado; muchas veces de manera involuntaria, heredada, pero intencionada en otros tantos casos donde el autor busca rechazar los cánones transmitidos –tal vez impuestos– por academias e industria.

La pareja de Rostov, a quienes pese a sus influencias sería injusto recriminar un mal anclaje en el pasado, nos brinda pasajes con compresiones abruptas, reverberaciones densas que difuminan las voces, panoramas desequilibrados… Todo un mundo de expresionismo que, indirectamente, tiene que ver con tendencias actuales –y no tan actuales– como las practicadas por la corriente electroclash, los artistas agrupados bajo las obtusas siglas IDM (Intelligent Dance Music) o aquéllos que encuentran la belleza en los glitches, en el error digital. Cada cual trabaja las asperezas a su manera, centrándose en determinados tipos de imperfecciones según los estilos que frecuente. Incluso una gran mayoría de tendencias destinadas a las pistas de baile tiene institucionalizada una serie de «defectos» a los que recurrir de manera prácticamente ineludible, pues, sin ellos, algunos de los más exitosos temas dance no contarían con la misma profundidad y eficacia.
 Antes de despedirnos del  interesante proyecto musical que nos ocupa y prometer seguir atentos a sus regulares aportaciones, no debemos dejar de observar que la mayoría de referencias musicales que hemos aportado para hablar de un conjunto ruso proceden de Europa occidental. No hemos tenido en cuenta posibles influencias ubicadas dentro de su ámbito geográfico, aun a sabiendas de que, con la perestroika, surgió en la URSS y en la posterior Federación Rusa una ola tardía de pop sintético. En ella encontramos desde propuestas de escasos medios y repercusión hasta proyectos exitosos como Forum o Tehnologya, de marcada inspiración –a veces imitación– sajona. Tampoco hemos barajado la posibilidad de que, en algún momento, surja una nueva generación de músicos de distintas nacionalidades eslavas que, para más inri, sea la encargada de marcar tendencia en el mundo atlántico. Sería regocijante que, en contra de las últimas medidas de Putin para cortar las alas a Internet y restringir la presencia extranjera en los medios de comunicación rusos, surgieran movimientos artísticos encargados de traspasar, ahora que aún estamos a tiempo, ese telón de acero que con dudosa discreción parece reconstruirse. ¿Quién nos dice que Bergen Kremer, a quienes hemos relacionado estrechamente con nombres en lengua inglesa, no son parte activa de un movimiento de renovación no occidental de la música popular? Las aguas fronterizas concurren en Rostov del Don de camino a los mares del sur de Europa.



viernes, 25 de julio de 2014

La nostalgia de «Verges 50», un álbum de Lluís Llach



Hace unos días, tuve una conversación con un amigo acerca del valor de la música folclórica. Una de las cosas que apreciábamos de ella era su eterna y continuada renovación, en contraste con otras manifestaciones musicales caracterizadas por su naturaleza efímera.

También valoramos su potencial como vehículo de expresión social, radicada tal vez en su capacidad de absorber como una esponja imágenes y circunstancias de la vida cotidiana. El nacimiento, la muerte, los oficios, la religión, la lucha entre clases sociales, los enlaces, las infidelidades, el sexo, los crímenes, los éxodos; dramas, adversidades y alegrías… Cualquier componente de la vida misma se encuentra en las letras de la música tradicional, siempre que la exploremos desde una óptica abierta y activa, no como quien observa un fósil expuesto en un museo. La música folclórica no es algo de otro tiempo, por mucho que dictaduras de todo pelaje hayan jugado un papel importante a la hora de hacernos creer tal cosa. Y es que una estrategia usual en regímenes autoritarios con respecto a los ineludibles cantos y danzas populares es convertir las formas musicales en una especie de exaltamiento reiterativo de los valores nacionales y segar los textos inventados por el pueblo para sustituirlos por otros de temática tal vez propagandística o simplemente anodina.

Desconozco si Lluís Llach es consciente de la importancia del folclore, no sólo como una herramienta de lucha política sino también como parte de una riqueza cultural susceptible de ser vetada o intoxicada ideológicamente. Muchos relacionarán el nombre de Llach con el cantautor social, responsable de emblemas como «L’Estaca» o poemas en clave de réquiem como «Campanades a morts». No obstante, el aspecto que realmente me atrae de este músico es su enorme versatilidad a la hora de trabajar. Más allá de la canción de protesta, nos encontramos con obras de tinte sinfónico, bandas sonoras de cine, música para artes escénicas… y todo ello marcado por una más que característica inspiración en el folclore mediterráneo. A este respecto, puedo recomendar encarecidamente la escucha del maravilloso «Un pont de mar blava», álbum de 1993 que aglomera sonidos procedentes de todos los rincones del Mare Nostrum combinándolos con su peculiar voz, arreglos muy característicos de las entonces llamadas nuevas músicas y alguna que otra irrupción roquera.

Aunque el músico ampurdanés cuenta sin duda con una larga lista de álbumes interesantísimos, hoy prefiero detenerme en «Verges 50», editado en 1980. Si tenemos en cuenta que Verges es la localidad donde Lluís Llach pasó su infancia, tal vez comprendamos mejor el nostálgico desfile de músicas que los surcos nos ofrecen, músicas que seguramente el autor escuchó de forma cotidiana durante la niñez, aunque no siempre interpretadas con los instrumentos usuales.

La cara A está ocupada por una única y larga pieza instrumental que, curiosamente, se encuentra dividida en varias regiones tituladas, cada cual, de una forma distinta. «Tema del vent», «Tema del mercat a la plaça», «Tema dels carros», «Tema de l'escola» y «Tema de la processó» son las cinco denominaciones que encontramos cobijadas dentro de la misma pista. Todo su desarrollo está colmado de momentos excepcionales que, en muchos casos, nos remiten al Nino Rota de las películas de Fellini. Viento metal, tambor, cuerdas, piano, alboroto de niños jugando; valses, marchas de procesión… Y todo desde una perspectiva muy contemporánea. Especialmente peculiares dentro de tan nutrido concierto son esos instantes iniciales donde escuchamos una melodía misteriosa, envuelta en un manto de viento, teclados y efectos, interpretada por un silbido. Un silbido que, siguiendo la estela de Morricone o Bacalov en algunos spaghetti westerns, no es humano. Posiblemente, el sonido proceda de la misma maquinaria analógica utilizada para emular sonidos de viento madera durante los minutos siguientes. Desconozco qué clase de instrumento utiliza Llach, quizás algo parecido a un melotrón, y desde luego se me antoja poco probable la presencia de un sampler (un instrumento que se comercializó un año antes del lanzamiento de «Verges 50» y cuya adquisición, durante sus primeros años de existencia, sólo se podían permitir unos pocos artistas). Así pues, en un álbum luminoso y colorido como éste, hallamos también momentos de penumbra que inquietan al oyente, envolviendo en un halo de extrañamiento una obra que, de otro modo, habría sido sencillamente un alegre festejo de lo terrenal, de las raíces y del pueblo amado. Personalmente, aprecio mucho este rasgo de incertidumbre, de oscuridad, que da Llach a muchos de sus trabajos. En el mencionado «Un pont de Mar Blava» también percibimos claramente este aspecto enigmático, casi siniestro, que tampoco se echa en falta en la desenfadada banda sonora de «El ladrón de niños» y, por supuesto, en «Campanades a morts».

En algunos momentos de la cara B creemos encontrar a un Llach más próximo, que nos ofrece esas tonadas al piano tan habituales en él e incorpora, además, algún acercamiento al pop. No obstante, el espíritu felliniano que con gran acierto recorre la columna vertebral del disco, retorna continuamente.

Sin duda, animo al lector a descubrir esta obra poco frecuentada de Lluís Llach, facturada con envidiable sensibilidad y también con esa folclórica capacidad de observación, que permite absorber como una esponja todo lo que a nivel musical y social sucede a pie de tierra y en torno.



miércoles, 19 de febrero de 2014

Virgen Ciega: «Tomioka». Nuevo sencillo ya disponible.

Piezas disponibles en Bandcamp:

© Demmian Ariel Buendía

No son pocos los devenires que han acontecido desde que tomo la decisión de transformar el proyecto Virgen Ciega en un trío hasta la edición del actual sencillo, primera muestra completada del trabajo realizado durante estos meses. Sin demasiadas demoras, irán apareciendo nuevas muestras de esta nueva etapa del proyecto. El díptico «Tomioka» se completa con «Canción de la aduana», composición de orígenes folclóricos cuya peculiaridad, entre otras, es contar con la presencia vocal de Mar Dodero. De forma misteriosa e inesperada, una versión de «Canción de la aduana» para violín, viola y piano se estrenó en el Matadero de Madrid en Octubre de 2013 sin que los presentes supieran nada del proyecto Virgen Ciega ni mucho menos del presente sencillo.


«Tomioka»

1. Canción de la aduana   (5:04)
2. Tomioka   (3:56)

Música compuesta por Héctor Perezagua

Luis Miguel López: clarinete
Ana Belén Lopezosa: viola
Héctor Perezagua: piano, software

Mar Dodero: voz en «Canción de la aduana»

Algunas melodías vocales de «Canción de la aduana» pertenecen a una canción tradicional escuchada en la localidad madrileña de Cenicientos.

Grabado por Jorge Campos y Héctor Perezagua
Dibujo de portada: Demmian Ariel Buendía




«Tomioka»: © 2013 Héctor Perezagua
«Canción de la aduana»: © 2014 Héctor Perezagua