Además de ganarse el pan con proyectos como los anteriormente citados, el compositor Carter Burwell ha utilizado su ingenio para musicalizar una de las trayectorias fílmicas más personales y a la vez exitosas –curioso fenómeno– del panorama norteamericano reciente. Me refiero a la obra (casi) íntegra de Ethan y Joel Coen, unos hermanos de cine, valga la redundancia, que no deberían necesitar presentación, pues es demasiado fácil toparse con títulos como «No es país para viejos», «Quemar después de leer» o «Fargo».
Co-guionistas y co-directores, el eje creativo de los filmes de los Coen se fragua siempre entre dos y juega con abundantes dicotomías… comicidad y tragedia, calma y violencia, profunda ingenuidad y ácido sarcasmo… Todo un universo de paradojas al que la música del autor neoyorquino se adapta con gran flexibilidad, desarrollándose entre el silencio y la estridencia, la ausencia total y la presencia intimidante, el optimismo y el tremendismo. Lo común es que las partituras de Burwell para los hermanos pasen desapercibidas hasta que, de repente, uno se topa con melodías como las de «Fargo» o «Muerte entre las flores» y ya no puede despegarse de ellas.
Los melómanos que hurguen en las ediciones discográficas de las bandas sonoras encontrarán, además, un universo mucho más peculiar de lo que el montaje cinematográfico deja entrever. Piezas en miniatura que no llegan al minuto de duración, reiteración compulsiva de ciertos leitmotivs –aún más de lo habitual en Hollywood–, álbumes que contendrían menos de veinte minutos de música si no fuera porque se completan con canciones adicionales que suenan dentro y fuera de plano. En muchos casos, la aportación del compositor es realmente breve e imperceptible, y, sin embargo, siempre está ahí, cumpliendo una función discreta pero esencial dentro del filme.
A pesar de lo dicho, todo resumen de los rasgos generales de la música de Burwell para los Coen resulta escueto e impreciso, ya que cada película y, por ende, cada banda sonora, constituyen mundos radicalmente distintos. Es por eso por lo que querría citar algunos títulos –no todos porque es imposible– para ver si, con un poco de suerte, logro estimular cierta curiosidad en el lector.
Co-guionistas y co-directores, el eje creativo de los filmes de los Coen se fragua siempre entre dos y juega con abundantes dicotomías… comicidad y tragedia, calma y violencia, profunda ingenuidad y ácido sarcasmo… Todo un universo de paradojas al que la música del autor neoyorquino se adapta con gran flexibilidad, desarrollándose entre el silencio y la estridencia, la ausencia total y la presencia intimidante, el optimismo y el tremendismo. Lo común es que las partituras de Burwell para los hermanos pasen desapercibidas hasta que, de repente, uno se topa con melodías como las de «Fargo» o «Muerte entre las flores» y ya no puede despegarse de ellas.
Los melómanos que hurguen en las ediciones discográficas de las bandas sonoras encontrarán, además, un universo mucho más peculiar de lo que el montaje cinematográfico deja entrever. Piezas en miniatura que no llegan al minuto de duración, reiteración compulsiva de ciertos leitmotivs –aún más de lo habitual en Hollywood–, álbumes que contendrían menos de veinte minutos de música si no fuera porque se completan con canciones adicionales que suenan dentro y fuera de plano. En muchos casos, la aportación del compositor es realmente breve e imperceptible, y, sin embargo, siempre está ahí, cumpliendo una función discreta pero esencial dentro del filme.
A pesar de lo dicho, todo resumen de los rasgos generales de la música de Burwell para los Coen resulta escueto e impreciso, ya que cada película y, por ende, cada banda sonora, constituyen mundos radicalmente distintos. Es por eso por lo que querría citar algunos títulos –no todos porque es imposible– para ver si, con un poco de suerte, logro estimular cierta curiosidad en el lector.
Muerte entre las flores (1990). Tercera película de los Coen y la primera donde el compositor, con un presupuesto más holgado que en anteriores trabajos, puede permitirse disponer de una orquesta en lugar de sintetizadores y músicos ocasionales. La melodía principal, luminosa y solemne, contrasta fuertemente con la trama de gangsters ambientada en 1929. Por supuesto, no faltan los momentos de tensión necesarios para ambientar esta clase de relatos, algunos de ellos próximos, incluso, a la música para cine de terror. Todo ello concentrado en menos de dieciocho minutos de música.
Barton Fink (1991). Una partitura leve e intimista. Continuamente, las notas largas y los vacíos se ordenan para que en ellos adivinemos el tema principal del mismo modo que tendemos a discernir un triángulo completo allí donde hay uno truncado. Con esta levedad se identifica al señor Fink, un dramaturgo judío que, tras cosechar cierta reputación en Broadway, se ve atrapado en el degradante anonimato que afrontaban los guionistas de cine en el Hollywood de los años treinta. Una música frágil para un personaje abocado a la deshumanización.
Fargo (1995). Uno de los filmes más recordados de los Coen y una de sus bandas sonoras más características, cuyo tema principal contiene esas resonancias de música antigua o, tal vez, gaélica. Dos melodías –la segunda más sencilla e inquietante– se repiten con la habitual obsesión en este retrato, tan ácido como amargo, de la América profunda, donde casi todo lo que vemos es blanco o pálido.
El gran Lebowsky (1998). Como es habitual en las comedias de los hermanos, la banda sonora se nutre de numerosas canciones escogidas para acompañar, en este caso, los disparates de ese antihéroe carismático conocido como el «Nota». Encontramos en esta producción otro ejemplo de labor mínima por parte de Burwell, quien compone con medios electrónicos una única pieza llamada «Tecnopop», en homenaje al característico estilo de los ochenta y a propósito de cierto personaje secundario. Algunas ediciones contienen un segundo y jazzístico tema original de sórdido título («Dick on a Case»).
No es país para viejos (2007). Si en «Barton Fink» la música parecía leve mas siempre presente, la banda sonora de esta sangrienta road movie parece compuesta para pasar absolutamente desapercibida. Su remoto escondrijo se encuentra bajo los expresivos efectos de sonido; los motores de los coches, los pasos, un disparo… Si prestamos atención, no oiremos mucho más de un par de notas prolongadas tocadas con un sintetizador de tímbrica etérea. El único tema musical propiamente dicho lo encontramos en los créditos finales, en forma de una magnífica pieza hipnótica, de sabor chamánico, construida a base de percusión, teclados y una gruesa guitarra acústica con las cuerdas de acero.
Valor de ley (2010). No era la primera vez que los Coen realizaban un remake, pero sí la primera que nos sorprendían con un western en el sentido clásico del género. De manera muy acertada, Burwell busca la inspiración en el folclore primitivo de Norteamérica, un (nuevo) mundo donde las raíces gaélicas y los espirituales negros forman parte de un revoltijo ancestral. No en vano, la partitura toma prestadas diversas melodías e himnos country que encajan a la perfección en una obra salpicada de optimismo y de no poca nostalgia.
A veces, el nombre de ciertos compositores puede sorprendernos desde el más recóndito de los créditos de un programa televisivo. Yo me lo tomo como un aviso; una voz de la conciencia que manifiesta la necesidad de cambiar «La ruleta de la fortuna» por un atracón de buen cine.
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