viernes, 25 de julio de 2014

La nostalgia de «Verges 50», un álbum de Lluís Llach



Hace unos días, tuve una conversación con un amigo acerca del valor de la música folclórica. Una de las cosas que apreciábamos de ella era su eterna y continuada renovación, en contraste con otras manifestaciones musicales caracterizadas por su naturaleza efímera.

También valoramos su potencial como vehículo de expresión social, radicada tal vez en su capacidad de absorber como una esponja imágenes y circunstancias de la vida cotidiana. El nacimiento, la muerte, los oficios, la religión, la lucha entre clases sociales, los enlaces, las infidelidades, el sexo, los crímenes, los éxodos; dramas, adversidades y alegrías… Cualquier componente de la vida misma se encuentra en las letras de la música tradicional, siempre que la exploremos desde una óptica abierta y activa, no como quien observa un fósil expuesto en un museo. La música folclórica no es algo de otro tiempo, por mucho que dictaduras de todo pelaje hayan jugado un papel importante a la hora de hacernos creer tal cosa. Y es que una estrategia usual en regímenes autoritarios con respecto a los ineludibles cantos y danzas populares es convertir las formas musicales en una especie de exaltamiento reiterativo de los valores nacionales y segar los textos inventados por el pueblo para sustituirlos por otros de temática tal vez propagandística o simplemente anodina.

Desconozco si Lluís Llach es consciente de la importancia del folclore, no sólo como una herramienta de lucha política sino también como parte de una riqueza cultural susceptible de ser vetada o intoxicada ideológicamente. Muchos relacionarán el nombre de Llach con el cantautor social, responsable de emblemas como «L’Estaca» o poemas en clave de réquiem como «Campanades a morts». No obstante, el aspecto que realmente me atrae de este músico es su enorme versatilidad a la hora de trabajar. Más allá de la canción de protesta, nos encontramos con obras de tinte sinfónico, bandas sonoras de cine, música para artes escénicas… y todo ello marcado por una más que característica inspiración en el folclore mediterráneo. A este respecto, puedo recomendar encarecidamente la escucha del maravilloso «Un pont de mar blava», álbum de 1993 que aglomera sonidos procedentes de todos los rincones del Mare Nostrum combinándolos con su peculiar voz, arreglos muy característicos de las entonces llamadas nuevas músicas y alguna que otra irrupción roquera.

Aunque el músico ampurdanés cuenta sin duda con una larga lista de álbumes interesantísimos, hoy prefiero detenerme en «Verges 50», editado en 1980. Si tenemos en cuenta que Verges es la localidad donde Lluís Llach pasó su infancia, tal vez comprendamos mejor el nostálgico desfile de músicas que los surcos nos ofrecen, músicas que seguramente el autor escuchó de forma cotidiana durante la niñez, aunque no siempre interpretadas con los instrumentos usuales.

La cara A está ocupada por una única y larga pieza instrumental que, curiosamente, se encuentra dividida en varias regiones tituladas, cada cual, de una forma distinta. «Tema del vent», «Tema del mercat a la plaça», «Tema dels carros», «Tema de l'escola» y «Tema de la processó» son las cinco denominaciones que encontramos cobijadas dentro de la misma pista. Todo su desarrollo está colmado de momentos excepcionales que, en muchos casos, nos remiten al Nino Rota de las películas de Fellini. Viento metal, tambor, cuerdas, piano, alboroto de niños jugando; valses, marchas de procesión… Y todo desde una perspectiva muy contemporánea. Especialmente peculiares dentro de tan nutrido concierto son esos instantes iniciales donde escuchamos una melodía misteriosa, envuelta en un manto de viento, teclados y efectos, interpretada por un silbido. Un silbido que, siguiendo la estela de Morricone o Bacalov en algunos spaghetti westerns, no es humano. Posiblemente, el sonido proceda de la misma maquinaria analógica utilizada para emular sonidos de viento madera durante los minutos siguientes. Desconozco qué clase de instrumento utiliza Llach, quizás algo parecido a un melotrón, y desde luego se me antoja poco probable la presencia de un sampler (un instrumento que se comercializó un año antes del lanzamiento de «Verges 50» y cuya adquisición, durante sus primeros años de existencia, sólo se podían permitir unos pocos artistas). Así pues, en un álbum luminoso y colorido como éste, hallamos también momentos de penumbra que inquietan al oyente, envolviendo en un halo de extrañamiento una obra que, de otro modo, habría sido sencillamente un alegre festejo de lo terrenal, de las raíces y del pueblo amado. Personalmente, aprecio mucho este rasgo de incertidumbre, de oscuridad, que da Llach a muchos de sus trabajos. En el mencionado «Un pont de Mar Blava» también percibimos claramente este aspecto enigmático, casi siniestro, que tampoco se echa en falta en la desenfadada banda sonora de «El ladrón de niños» y, por supuesto, en «Campanades a morts».

En algunos momentos de la cara B creemos encontrar a un Llach más próximo, que nos ofrece esas tonadas al piano tan habituales en él e incorpora, además, algún acercamiento al pop. No obstante, el espíritu felliniano que con gran acierto recorre la columna vertebral del disco, retorna continuamente.

Sin duda, animo al lector a descubrir esta obra poco frecuentada de Lluís Llach, facturada con envidiable sensibilidad y también con esa folclórica capacidad de observación, que permite absorber como una esponja todo lo que a nivel musical y social sucede a pie de tierra y en torno.



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