sábado, 10 de noviembre de 2012

Folk híbrido. Reivindicación de la identidad de los pueblos a través de la música.


Cuando nuestra amiga Lu se marchó, nos dejó un piso en Ávila casi vacío, repartidos por sus rincones algunos jarros de agua en los que el romero se secaba. También bolsitas colgantes con olor a eucalipto, membrillos aromáticos repartidos aquí y allá y ceniceros desbordados por montañas de cigarrillos. En su mesa de trabajo, el ordenador portátil y un total de tres discos duros nos invitaban a asomarnos a lo que se había convertido en su proyecto vital; una investigación muy ambiciosa en torno a las músicas y tradiciones folclóricas tanto de nuestra pequeña provincia como del extenso mundo. Aparte de una buena colección de ensayos que incluían “Las danzas castellanas” o “Un vistazo a la música tradicional turca”, encontramos en su sistema multitud de mapas creados por ella misma para reflejar las áreas de origen e influencia de determinados géneros y tradiciones folclóricas. Era como si hubiera querido elaborar una especie de atlas o mapamundi musical. Otro de los grandes pilares de su proyecto era la enorme biblioteca de audio, donde Lu almacenaba y clasificaba las piezas musicales que ella misma grababa durante sus viajes.

A continuación, nos gustaría dejar a disposición del lector un documento del cual hallamos copias en los discos F: y G: de nuestra amiga. Un texto peculiar, un tanto alejado de su habitual estilo de investigación que, a primera vista, se nos antojaba como una suerte de manifiesto o declaración de principios. En algunos puntos, su escrito tal vez pueda parecer dogmático, no obstante, los que conocemos a Lu bien sabemos que su pretensión nunca fue dogmatizar. Gracias a las numerosas conversaciones en las que compartíamos impresiones sobre nuestros trabajos en curso, sabemos que la intención de este escrito era constituir un relato de ficción. Y, sin embargo, siempre andaba Lu quejándose de su falta de imaginación, de su habilidad para la literatura documental pero no para inventar historias… Esta supuesta falta de inventiva nos hace entrever por qué, en nuestra humilde opinión, el siguiente cuento no se parece en nada a un cuento, sino más bien a un artículo teórico más o menos documentado, que empezó siendo un relato corto y acabó convirtiéndose en el texto que comienza justo debajo de estas líneas.


«Folk híbrido. Reivindicación de la identidad de los pueblos a través de la música.»

«El mercado global es dañino para la diversidad cultural (ya lo sabíamos todos). Se supone que la libertad de comercio, unida a los avances tecnológicos en medios de transporte y comunicación –con la valiosa herramienta que es internet a la cabeza– contribuiría a derribar fronteras políticas y superar obstáculos sociales, económicos y culturales… Al menos, dicha afirmación es la que figura en el MUDO (Manual de Uso de la Demagogia Organizativa). Desde luego, los medios tecnológicos disponibles no forman en sí mismos una barrera para cumplir esta premisa un tanto idealista y pueril (los conflictos sociales y culturales forman parte del comportamiento natural del animal humano, una especie predadora, gregaria y, por lo tanto, territorial). Es más bien el uso que de dichos medios se hace el que dificulta o facilita el establecimiento de obstáculos políticos. Efectivamente,  muchas fronteras se han roto, pero no para suprimir aduanas ni evitar conflictos por el control de un determinado bien o área, sino para que la cultura de la nación fuerte se imponga sobre la de la nación débil con relativa aceptación. En este sentido, el MUDO habla de la igualdad entre culturas recreándose en la belleza manida de la palabra «igualdad» sin especificar si la mencionada relación igualitaria tiene que ver con los derechos humanos –todos los pueblos tienen igual derecho a desarrollarse y ser respetados por sus diferentes vecinos– o con la homogeneización sistemática de todas las culturas, de manera que la lengua, costumbres, organización de estado o manifestaciones artísticas de la gran potencia desplazan a aquéllos que son propios de la presunta nación débil.
En las manifestaciones artísticas es muy fácil apreciar esta igualdad impuesta. Normalmente, hay un mercado originado en determinadas potencias muy influyentes en un sector artístico concreto. Dicho mercado genera tendencias y cánones estéticos que mudan de piel continuamente con tal de no aburrir, ya que algo estático, monótono podría provocar empacho y, por lo tanto, rechazo por parte del consumidor. Al mismo tiempo que son generados, los cánones estéticos son introducidos en unos medios de comunicación a los que es posible acceder desde cualquier lugar del globo si se dispone de la tecnología oportuna. Una tendencia es realmente atractiva cuando se logra su imitación dentro de un pueblo cuyas premisas estéticas son radicalmente diferentes a las de la cultura importada. Supuestamente, cada país adapta estas tendencias a su cultura, dando señas de su propia identidad popular encajada –a veces con éxito, a veces en un intento desesperado– dentro del sistema estético extranjero. En cualquier caso, los miembros del acuerdo MUDO no cejan en su empeño de exportar tendencias estéticas con métodos publicitarios cada vez más agresivos. Si un determinado pueblo se muestra reacio a adoptar los cánones internacionalmente impuestos, se le considera primitivo, fundamentalista y cerrado; las entidades generadoras de tendencias dirán que este pueblo está bajo el yugo de la no libertad de expresión, una carencia que les impide disfrutar de las mil maravillas de las nuevas tendencias, tan atractivas, modernas y superiores a cualesquiera otras, que ante su presencia no debería caber rechazo alguno.

Dejemos de hablar de «manifestaciones artísticas» y especifiquemos un poco más. Hablemos de música e imaginemos un mundo en el cual el modelo estético en lo que a música popular se refiere es angloamericano. Los medios de comunicación de EE.UU. y Reino Unido son los responsables generar los modelos estéticos que todos aquellos pueblos que se consideran modernos y libres están invitados a imitar. Advertimos también que el canon estético no sólo afecta a elementos musicales como el compás, la estructura o los timbres, sino también al idioma en que están escritos los textos musicales, logrando así que una lengua extranjera como el inglés nos resulte cómoda de escuchar –a veces más que el castellano, dependiendo de los gustos personales de cada cual–, mientras que una canción en árabe, mandarín o serbocroata se nos antoja extraña, fea o incluso chistosa. Si formas de música exóticas como la samba, la bachata o el flamenco cobran fuerza a nivel internacional, el mercado angloamericano se encarga de dar el visto bueno a estas tendencias estéticas con vistas a una explotación que dejará cuantiosos beneficios en las arcas de las grandes discográficas. Si, por el contrario, una forma de música popular –a la que podríamos denominar con gentilicios tan fuera de tendencia como congoleña o vietnamita– no ofrece una perspectiva monetaria lo suficientemente optimista, los generadores de tendencias se encargarán de cercarla dentro de su área geográfica, contraatacando con una buena dosis de modelo angloamericano con tal de que el resto de pueblos conciban la música popular cercada como un burdo murmullo de la jungla salvaje. A veces, se consigue incluso que el propio pueblo que creó la música acabe aborreciéndola.

Si seguimos imaginando un mundo musical como éste, podríamos remontarnos a los años sesenta y observar cómo los jóvenes de Perú esperaban con impaciencia las versiones peruanas de los éxitos de los Beatles o los Rolling Stones. En la España de la misma época, también podríamos imaginar un fenómeno semejante de imitación angloamericana, propiciado por el aburrimiento folclórico al que fue sometido el pueblo durante la etapa franquista; un modelo estático de música tradicional –cuando una de las características del folk vivo es su continua evolución– patrocinado por el gobierno del caudillo. No obstante, en el caso de España encontramos una identidad cultural, y por lo tanto musical, muy fuerte, donde el flamenco no sólo es una pieza clave en los gustos populares a un lado y otro de la frontera, sino también una desdichada víctima, pues la fuerte presencia del modelo angloamericano ha dado lugar a fusiones no siempre acordes con el respeto y la sensibilidad hacia una música tan rica. Como es de esperar, hay muchos casos en que priman los ingresos derivados del éxito de masas. Y es que todo lo que huela a flamenco en España es digerido con gusto. Tampoco debemos ignorar el hecho de que una inmensa mayoría de corrientes folclóricas españolas (jota, seguidilla, rondón, sardana, danzas de rueda…) ha sido aplastada por este modelo «anglo-flamenco-americano».

Continuemos con nuestro recorrido por el mundo imaginario que propongo. En la Alemania occidental de los años setenta, los cánones estéticos de Reino Unido y EE.UU. se han impuesto con facilidad en un país cuya cultura fue reducida a cenizas durante el Tercer Reich y la Segunda Guerra Mundial. El resultado de la importación es el Schlager, una música de chicle, inocentona en apariencia y ampliamente difundida por los medios de comunicación. Cuando toda una generación de artistas germanos se lanzó a crear una música nueva, sin conexión con las tendencias importadas y apelando en algunas ocasiones a formas folclóricas tanto europeas como exóticas, los medios de comunicación ingleses se apresuraron a aplicar el calificativo «kraut» a estos músicos innovadores. La palabreja, que actualmente continúa formando parte de la infame etiqueta «kraut rock», viene a significar algo así como «lerdo» o «palurdo».

Antes de concluir nuestro muy incompleto recorrido, no podemos ignorar ese gigante cultural que es el mundo árabe, otro de los grandes menospreciados por los generadores de tendencias angloamericanos. «Hybrid folk music style» es la muy acertada denominación con que Wikipedia resume la esencia del Raï, una forma musical con origen en Argelia que aglutina las corrientes folclóricas del Magreb y las renueva con recursos tales como el uso de instrumentos electrónicos o la fusión con estilos musicales que, efectivamente, derivan del modelo angloamericano, a saber, funk, hip-hop, pop, rock o incluso reggae. No obstante, tal como hemos comentado anteriormente, la mezcla de músicas –fenómeno natural y necesario en la evolución de este arte y de cualquier otro– puede ser respetuosa con las estéticas fusionadas o ejecutarse sin ningún interés creativo, según los principios de quien fabrica un artículo de usar y tirar. El Raï, como música popular contemporánea, no es ajeno a estos procesos, lo cual no ha de impedir al oyente audaz quedarse con lo mejor del estilo y desechar las baratijas. Además de ser un valioso ejemplo de folk cambiante, la corriente Raï ha sido desde hace décadas un importante factor de agitación política en los países donde se ha desarrollado. No olvidemos que, incluso después de la esperanzadora Primavera Árabe, la mayor parte de los estados del norte de África se hayan sumidos en regímenes, si no autoritarios, muy privativos con respecto a las libertades individuales, de manera que la combatividad de algunos textos ha supuesto a artistas como Khaled su marcha a Francia. También es relevante el caso de Chaba Zahouania, cuyo colaborador, el famoso Cheb Hasni, fue asesinado en los noventa por un fundamentalista islámico. El suceso empujó a Zahouania a mudarse al país galo donde, al igual que Khaled, ha continuado con una carrera de éxito, evolucionando desde un ancestral y rudimentario «folk híbrido» a una muy bailable fusión con sonidos occidentales, eso sí, sin dejar de lado su marcadísima identidad argelina.

Con este texto no pretendemos otra cosa que reivindicar la identidad específica de los pueblos –en este caso, nos hemos centrado en la identidad musical– como herramienta defensiva en contra de una determinada globalización. Seamos honestos, hay aspectos de la globalización muy positivos y que han supuesto un gran avance para la humanidad. Nos referimos, entre otros, al aspecto tecnológico, ya que gracias a los medios de comunicación globales es posible, por ejemplo, comunicarse con cualquier lugar del planeta esquivando fronteras que en el plano físico son difíciles de sortear. Sin embargo, existen ciertos usos de estas tecnologías que tienen que ver con el aspecto perjudicial de la globalización, el que pretende homogeneizar criterios, diluir todos los pueblos y etnias en uno solo, derribar fronteras imponiendo su propio modelo cultural. Una solución tal a los problemas fronterizos es tan eficiente y a la vez desalmada como eliminar el paro asesinando a los desempleados.
La música, así como cualquier otra manifestación artística, cuenta con amplias posibilidades creativas si se le aplica esta reivindicación de diversidad. Quién sabe. Puede que muchas innovaciones futuras en la música procedan del rechazo, si no total, sí en buena medida al mercado de tendencias angloamericano y en la consiguiente exploración rigurosa de las raíces folclóricas del pueblo propio –o ajeno– con tal de provocar la evolución de un folk estático, mantenido dentro de su vitrina como documento histórico, a un folk cambiante, adaptado a las inquietudes, motivaciones y tecnologías de las sociedades contemporáneas. Esta actualización no debería suponer un impedimento para cultivar aquellas características esenciales que distingan a la música como española, rumana, tailandesa o yemenita. Investigando en esta línea, podríamos imaginar cómo sería el folk hoy en día si hubiera continuado su tradicional transmisión de padres a hijos sin la irrupción del mercado discográfico a partir del siglo XX. Asimismo, deberíamos dejar de concebir «folk» como una etiqueta dentro de un catálogo de discos y entender el término como una forma concreta y amplia de hacer cualquier tipo de música; un método de aprovechamiento creativo de las raíces culturales para generar una estética en continua renovación, ya que, en el proceso de transmisión de una generación a otra, el cambio es tan inevitable como enriquecedor.»

Texto e imágenes, © 2012, Héctor Perezagua

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